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Libro Fantasía de Víctor Fernández Castillejo

Mi primer libro… y por ello le tengo un cariño especial. Traducido al inglés y al italiano.

Fantasía tiene un lenguaje y descripciones adaptadas para tus pequeños y una moraleja tras cada cuento con la que poder aprender. Estos cuentos aportan enseñanzas de vida como en las Fábulas de Esopo.

Fantasía es un libro compuesto por seis cuentos de temática distinta, pero con un nexo de unión: mundos asombrosos, criaturas mágicas, animales sorprendentes y héroes intrépidos.

Contenido:
1.- Felizandia
2.- Basaurín, el árbol mágico
3.- El país de las golosinas
4.- Pirluit
5.- La piedra del maná (adaptación del cuento popular “La flor de Lalilá”)
6.- El pollito Tomás

Recomendado para niños a partir de 7-8 años.

Presentación Del Libro Fantasía En La Librería Babel De Castellón

Presentación del libro «Fantasía» en la librería Babel de Castellón de la Plana. Tuvo lugar el día 20 de noviembre de 2008.

Jamás olvidaré el evento. Tuve la suerte de estar muy bien acompañado: familia, amigos, compañeros de trabajo, alumnos, padres de alumnos… Todo salió a pedir de boca y supuso una experiencia mágica.

Comentarios De Lectores

«Entre las páginas de cada historia, se pueden leer canciones y rimas como en los clásicos cuentos de Lewis Carrol y Hans Christian Andersen, convirtiéndose así en uno de los aportes más importantes para la biblioteca infantil moderna». (Vanessa Kings).

«He leído muchos libros para niños, pero este me ha sorprendido muy gratamente. Lo conforman ocho cuentos con personajes que a nuestros hijos les encanta, con un lenguaje y descripciones adaptadas para nuestros pequeños y una moraleja tras cada cuento con la que poder aprender. Pero no sólo es un libro de cuentos para niños, sino que cualquier adulto puede disfrutar de su lectura, cada adulto puede reencontrar al niño que lleva dentro en sus lecturas y poder gozar así de personajes fantásticos y sorprendentes a la vez. Lo recomiendo». (Pepi Vilana).

«Tiene una narrativa muy sencilla para los niños pero a la vez muy elaborada. Los personajes de cada una de las historias son completamente distintos y especiales a la vez, me ha recordado en algún momento a Harry Potter por la variedad de personajes y por la imaginación que ha demostrado el autor del mismo. Si eres madre o padre te recomiendo este libro porque verás cómo los más pequeños de la casa disfrutan leyendo, que en mi caso nos cuesta mucho conseguirlo, y si os animáis vosotros, también os agradará. No he encontrado otro libro de este autor para niños, pero estaré pendiente por si publica otro ya que nos ha encantado». (Cliente Amazon).

NOTA: Si cree que esta obra puede interesarle a otras personas, le animo a ayudarles a encontrar este libro, dejando un comentario sobre él, una reseña o su honesta opinión en Amazon y, también, compartiéndolo en sus redes sociales.

Extracto de fantasía (Capítulo 1)

Existió una vez un mundo extraordinario llamado Felizandia con dos soles, tres lunas, cuatro océanos y ninguna estrella. El mundo de Felizandia estaba gobernado por los animales más diversos y las criaturas más asombrosas. En sus distintas comarcas albergaba bosques enormes, ríos caudalosos, espesas selvas, elevadísimas montañas y amplias cuevas. En una de estas cuevas, la más grande de todas, vivía una criatura respetada y admirada a lo largo y ancho de Felizandia: un viejo dragón, el último de su especie, al que llamaban Cuelli. El dragón debía su nombre a su largo cuello. Tenía el cuerpo cubierto de escamas verdes y azules, un bigote canoso que colgaba de su hocico, una gran cola con forma de flecha en su final y dos alas enormes. Cuelli podía expulsar fuego por la boca y nariz cuando usaba su don, el don que sólo poseían los dragones: el aliento mágico. Siempre iba acompañado por un amigo fiel, un pequeño murciélago blanco de ojos rojos y orejas largas que respondía al nombre de Albi. Cada vez que él y Albi querían desplazarse por las galerías de la cueva, utilizaba su fuego para alumbrarlas y así poder avanzar sin tropezar con nada. La cueva donde vivían Cuelli y Albi tenía arcilla y cristales de colores en el suelo, techo y paredes. Las miles de estalactitas y estalagmitas del lugar lucían un color blanco como la nieve. 

          Había llegado el otoño a Felizandia y los árboles teñían sus hojas de rojo, marrón, naranja o amarillo. Algunos animales se preparaban para hibernar, las flores escaseaban y en el suelo del bosque comenzaban a brotar setas extraordinarias. Cuelli y Albi salían todas las mañanas con una cesta de mimbre para recoger los sabrosos hongos.

          Un día, como otras muchas veces, se dirigieron con la cesta de mimbre hacia la salida de la cueva para adentrarse en el bosque más extenso y cerrado de Felizandia, El Gran Bosque, y buscar setas. El cielo estaba nublado y amenazaba lluvia. De repente se vio el fogonazo de un rayo que iluminó el valle. Casi al mismo tiempo, el sonido del trueno sobresaltó a los animales de la comarca.

          El rayo impactó violentamente contra la entrada de la cueva y produjo un desprendimiento de rocas que la taponó. Cuelli era viejo y grande. No podía desplazarse tan rápido como años atrás y dentro de la cueva no tenía espacio para volar. Albi, por el contrario, era pequeño, joven, veloz y podía volar sin problemas por todas partes. La suerte se repartió de manera desigual: Cuelli quedó atrapado dentro de la cueva y Albi pudo salir antes de producirse el desprendimiento.

          El viejo dragón intentó apartar las rocas con sus patas, pero le fue imposible. Ya no tenía la misma fuerza que cuando era joven. Y con el fuego de su aliento mágico pasaba lo mismo. Podía alumbrar y asar algo de carne de vez en cuando, pero no derretía el hierro y las rocas como antaño.

          –¡Tranquilo, Cuelli! –gritó Albi desde el exterior con su voz aguda–. ¡Pediré ayuda a nuestros amigos del Gran Bosque! ¡Ya verás! ¡Te sacaremos de ahí en un periquete!

          –¡Date prisa, mi fiel amigo! Soy muy mayor y aquí hay poco aire para respirar. No sé cuánto podré aguantar –confesó Cuelli con voz de trueno.

          Las palabras del dragón asustaron al murciélago blanco. Albi salió hacia El Gran Bosque como alma que lleva el diablo. En su camino tropezó con dos amigos a los que pidió ayuda: el cuco Juancito y la lechuza Paponatas. Juancito era pequeño, chillón, de alas y patas cortas, plumas brillantes y cuerpo redondo. Los ojos del cuco Juancito delataban que era un pájaro listo. La lechuza Paponatas, por su parte, tenía los ojos muy grandes, unas garras provistas de uñas afiladas, el cuerpo muy gordo, las orejas de punta y el pico curvo. Y la prudencia era la mejor de sus virtudes.

          –Necesito ayuda. Cuelli está atrapado en nuestra cueva –les explicó Albi angustiado–. Un rayo ha caído sobre la montaña provocando un desprendimiento de piedras que ha taponado la entrada. Yo he podido salir, pero Cuelli no.

          –¿Cómo, cucú, podemos, cucú, ayudarte? –preguntó el cuco Juancito moviendo la cabeza velozmente a uno y otro lado.

          –Necesitamos avisar al mayor número de animales posible para quitar todas las rocas que taponan la cueva.

          –¡Uh, uh! Entendido –contestó la lechuza Paponatas–. Felizandia es muy grande. No podemos avisar a los animales de todas las comarcas. Pediremos ayuda a las criaturas del Gran Bosque. Juancito, dirígete a la zona norte del Gran Bosque y avisa a todos los animales que viven allí. Luego vuela hacia el oeste y haz lo mismo. ¡Uh, uh! Albi, adéntrate en el corazón del Gran Bosque y pide ayuda. ¡Uh, uh! Yo volaré hacia el sur y después me dirigiré al este.

          Los tres alzaron el vuelo hacia sus destinos. No tenían tiempo que perder. Volaron por encima de árboles, lagos, ríos y montañas. Las nubes se dispersaron y los dos soles que daban luz a Felizandia volvieron a brillar con fuerza. Pero algo no era igual en El Gran Bosque: la vida de Cuelli, el último de los dragones, corría peligro.

Albi llegó pronto al centro del Gran Bosque. Buscó al jefe de los osos: Leopoldo. Oyó sus gruñidos cerca de un árbol que tenía el tronco retorcido. De una de sus gruesas ramas colgaba un panal de abejas. Leopoldo estaba debajo de la rama, rascando el panal con sus poderosas garras y lamiendo con entusiasmo la miel que caía al suelo. Los ojos de la bestia eran oscuros, la cabeza grande, la lengua larga y el pelo que cubría su cuerpo pardo. Entre trago y trago de miel cantaba una canción:

Soy un oso glotón,

no lo puedo remediar.

Siempre como un montón

y un día voy a reventar.

Miel, moras, peces y bayas

engullo sin cesar.

Miel, moras, peces y bayas

endulzan mi paladar.

          –Disculpa mi intromisión, amigo Leopoldo –dijo Albi posándose en el tronco de un árbol caído.

          –¡Grrr! ¡Pequeño Albi! –exclamó sin dejar de tragar miel–. ¡Qué sorpresa! Me alegra verte por mis tierras. ¡Grrr! ¿A qué se debe tu visita?

          –El dragón Cuelli está atrapado dentro de nuestra cueva. Un rayo cayó sobre la montaña y provocó un desprendimiento de rocas que taponó la entrada.

          Leopoldo dejó de comer miel y su rostro dibujó un gesto que mezclaba seriedad y preocupación.

          –¡Grrr! Reuniré a todos los osos de la comarca. Mañana por la mañana estaremos frente a la entrada de tu cueva para retirar las rocas –prometió Leopoldo–. También llevaré conmigo a los lobos. ¡Grrr! Son fuertes y estarán encantados de ayudar al viejo Cuelli.

          –Gracias –contestó Albi–. Ahora debo partir en busca de más ayuda.

          –Descuida, yo me encargo de todo. ¡Grrr! Vuela tranquilo.

          El murciélago blanco obedeció y su pequeña figura, que subía y bajaba con cada aleteo, se perdió en el horizonte.

          Leopoldo miró la miel que caía del panal y suspiró. Pensó que era una pena dejar gotear aquel manjar, pero un amigo necesitaba su ayuda y no le podía fallar. Bien pensado, el panal no se iba a mover de allí. Sonrió y avanzó hacia una pequeña loma. Copó la cima, tomó aire y emitió un poderoso rugido, sabedor de que los osos y lobos acudirían a su llamada. Luego se estiró sobre la hierba y dejó que los rayos de los soles calentaran su espeso y pardo pelo.

El siguiente en llegar a su destino fue el cuco Juancito. En la zona norte del Gran Bosque gobernaba Gustav, el rey de las serpientes. Vivía con las culebras y víboras de la región en las ruinas de un templo dedicado a los reptiles de Felizandia. Las hiedras y enredaderas cubrían buena parte de los muros que aún quedaban en pie. El suelo del templo estaba lleno de hojas caídas de los árboles y salpicado por varios charcos de agua de lluvia. Los mosquitos volaban en pequeñas nubes y las ranas de un estanque cercano croaban sin cesar.

¡Croac, croac, croac!

Canta y salta, canta y salta.

¡Croac, croac, croac!

En Las Ruinas de Gustav.

¡Croac, croac, croac!

Croa, croa amiga rana

¡Croac, croac, croac!

La fiesta va a comenzar.

          Gustav descansaba rodeado de su guardia, las serpientes venenosas. Oyó un ligero aleteo acompañado de un cucú y alzó la cabeza para ver de quién se trataba.

          –Sssaludos, Juancito –dijo siseando mientras sacaba y metía su lengua bífida–. ¿Qué te trae por aquí?

          El cuco Juancito relató lo que le había sucedido al dragón Cuelli. También explicó que el murciélago Albi y la lechuza Paponatas habían viajado a otras zonas del Gran Bosque para pedir ayuda a los animales.

          Gustav guardó silencio y clavó su mirada en el pequeño cuco. El rey de las serpientes, absorto en sus pensamientos, parecía congelado.

          –Cuenta con nuessstra ayuda, Juancito –prometió Gustav, balanceándose a izquierda y derecha con la cabeza erguida.

          –¿Cómo, cucú, haréis, cucú, para llegar a la cueva? Vosotros, cucú, los reptiles, cucú, sois lentos. Os arrastráis y no podéis correr.

          –Essso no esss problema –contestó Gustav dibujando una sonrisa en su rostro–. Nuestrasss amigasss lasss águilasss pueden cogernosss entre susss garrasss y llevarnosss hasssta la cueva.

          Así se habló y así lo acordaron.

          Tras descansar y tomar algo de comida y bebida, el cuco Juancito se despidió de Gustav y abandonó las ruinas del templo.

          Mientras tanto, el dragón Cuelli esperaba tumbado en una sala de la cueva sin moverse para gastar lo mínimo de oxígeno. Cada cierto tiempo encendía con su aliento mágico algún carbón. Así tenía algo de luz mientras esperaba acostado hasta que se consumía. Durante ese tiempo canturreaba una vieja canción, el antiguo cántico de los dragones.

Cruzamos los cielos sin temor,

buceamos en lagos por pasión,

la cueva es el lecho donde descansar,

los frutos del bosque son nuestro manjar.

El mágico aliento es nuestra luz,

brilla nuestro cuerpo verde y azul.

Somos grandes y fuertes,

y jamás nos verás,

usando la fuerza para dañar.

          ¡Rac, rac, rac! Un pequeño ruido, que poco a poco fue subiendo de intensidad, turbó al dragón. El suelo de la cueva comenzó a temblar y decenas de topos, ratas y lombrices salieron de la tierra. Cuelli se incorporó observando atónito los agujeros que habían hecho en el suelo de su cueva.

          –¡Hum! ¡Por la tierra de Felizandia! ¡Dejad de excavar! –exclamó con tono severo un topo bigotudo y de pelo ensortijado.

          Cuelli reconoció la voz de inmediato. Era Morgan, señor de los topos y ratas del Gran Bosque.

          –¿Se puede saber qué significa esto? –preguntó Cuelli algo enfadado–. Habéis dejado el suelo de mi cueva lleno de agujeros, parece una piedra pómez.

          –Saludos, amigo Cuelli –dijo Morgan con voz ronca–. ¡Hum! Tenemos órdenes de crear respiraderos en tu cueva para que no te falte aire.

          La expresión de enfado desapareció del rostro de Cuelli, quedando sustituida por otra de vergüenza.

          –Disculpad mi reacción, buen amigo Morgan. Estoy avergonzado. Los nervios me han traicionado.

          El topo atusó sus bigotes y emitió una sonora carcajada.

          –¡Ja, ja, ja! ¡Hum! Disculpas aceptadas, viejo gruñón.

          Cuelli sonrió abriendo la boca y mostrando sus grandes dientes. Si alguien tenía fama de gruñón en Felizandia ése era Morgan.

          –¿Quién os ha puesto al corriente de lo sucedido en mi cueva? –quiso saber el viejo dragón.

          –Ese murciélago loco que tenéis por amigo, Albi. Me lo encontré acompañado de la lechuza Paponatas y el cuco Juancito. Al ver sus caras, enseguida supe que algo iba mal. Me contaron lo sucedido y que iban en busca de ayuda. ¡Hum! Les pregunté si podía hacer algo para ayudar y me contestaron que sí, que podía cavar galerías y proporcionarte aire del exterior. Reuní a los topos, ratas y lombrices… y éste es el resultado –dijo señalando los cientos de agujeros del suelo.

          –Gracias, mil gracias, Morgan. Siempre estaré en deuda con vosotros.

          –¡Hum! ¡Paparruchas! –exclamó el topo con el ceño fruncido–. Ahora debemos salir para dejar libres las galerías excavadas y permitir que entre el aire fresco. Mi sobrino, el ratón Filippo, se quedará contigo para avisarnos por si ocurre algo.

          –No tienes por qué molestarte.

          Morgan clavó sus ojos negros en los de Cuelli.

          –No es una molestia, es un placer –sentenció mandando salir de la cueva a los topos, ratas y lombrices–. ¡Hum! Pronto llegarán los animales del bosque para quitar esas rocas de la entrada y verás de nuevo la luz del día.

          Cuelli emitió un largo suspiro cargado de emoción.

–Eso espero, amigo Morgan, eso espero.

          Los roedores y las lombrices obedecieron las órdenes del topo y volvieron a meterse bajo tierra. Cuelli se quedó en compañía del ratón Filippo esperando la ansiada ayuda, e hizo que se oyera de nuevo por la cueva la canción de los dragones.

Cruzamos los cielos sin temor,

buceamos en lagos por pasión,

la cueva es el lecho donde descansar,

los frutos del bosque son nuestro manjar.

El mágico aliento es nuestra luz,

brilla nuestro cuerpo verde y azul.

Somos grandes y fuertes,

y jamás nos verás,

usando la fuerza para dañar.

El destino asignado a la lechuza Paponatas, el sur del Gran Bosque, resultó ser el más alejado. Su primo, el búho Rudolf, era el jefe de la comarca. El plumaje de Rudolf, casi plateado, impresionaba tanto como su tamaño. La mirada del ave infundía una inmensa sabiduría. Los búhos, pájaros carpinteros, cuervos, lechuzas y demás aves obedecían sin rechistar sus órdenes. Los ratones, castores, comadrejas, liebres y ardillas, todos ellos muy abundantes en la zona sur del Gran Bosque, también acataban las sensatas decisiones del viejo búho Rudolf. 

Los dos soles habían comenzado a ocultarse por el horizonte cuando la lechuza Paponatas hizo acto de presencia.

          –¡Paponatas! –exclamó jubiloso el búho Rudolf al ver llegar a su prima–. ¡Esto sí que es una visita inesperada! 

          Rudolf sabía interpretar el estado de ánimo de los animales por su cara, y más aún el de sus parientes. Al ver el gesto serio de la lechuza Paponatas supo de inmediato que algo no andaba bien.

          –¿Qué sucede, prima? –preguntó con un tono bastante menos efusivo.

          –¡Uh, uh! El dragón Cuelli tiene problemas. Está atrapado dentro de su cueva. Un desprendimiento de rocas ha taponado la entrada y necesita ayuda para despejarla.

–¿Cuánto hace de esto?

–Todo ha sucedido esta mañana. ¡Uh, uh! Unos amigos han viajado a otras zonas del Gran Bosque para buscar ayuda –informó–. Mañana por la mañana los animales acudirán a la cueva para comenzar el rescate.

–Los habitantes del sur no fallaremos. En Felizandia se nos conoce por nuestra fidelidad. Al alba llegaremos en masa –prometió el búho Rudolf–. Convocaré de inmediato una reunión extraordinaria para explicar el problema y pedir voluntarios.

Dicho esto, Rudolf voló hasta la copa del árbol más alto, un roble enorme donde vivía, y emitió una serie de potentes gritos. Poco después comenzaron a llegar pájaros que iban posándose en las ramas de los árboles. Otros animales se acercaban corriendo o arrastrándose por el suelo y tomaban posiciones alrededor del roble. En menos de cinco minutos el lugar quedó infestado de animales. Fue entonces cuando Rudolf dio por comenzada la reunión con estas palabras:

Criaturas de la tierra y el cielo,

estirpes de familias milenarias,

sin demora da comienzo

esta reunión extraordinaria.

La lechuza Paponatas tomó la palabra y explicó el por qué de su presencia en el sur del Gran Bosque. Acto seguido, Rudolf pidió voluntarios para ayudar al dragón Cuelli. Como había pronosticado el búho, los animales accedieron a prestar su ayuda sin pensárselo dos veces. Finalizó la reunión y cada animal volvió a su nido, cueva o madriguera. Anocheció y los grillos entonaron su rítmico cri–cri bajo la luz de las tres lunas. El Gran Bosque quedó en silencio, un silencio que a veces se rompía con los avisos de los vigilantes nocturnos: el aullar de los lobos, el ulular de las lechuzas y el cantar de las cigarras.

Amanecía en Felizandia. Los dos soles salían por el este deshaciendo las gotas de rocío que salpicaban las plantas. El grito de un águila despertó al murciélago Albi, que había pasado la noche en el hueco del tronco de un árbol, cerca de su cueva. Supo por el topo Morgan que Cuelli estaba bien y en compañía del ratón Filippo. Voló hasta un arroyo cercano y sorbió de su fresca agua. Recordó que se había despertado al escuchar el grito de un águila y alzó instintivamente la vista. Sus ojos se humedecieron por la emoción; la ayuda había llegado.

Gustav, el rey de las serpientes, iba enroscado en las garras del águila que había emitido el grito y que encabezaba una gran bandada de águilas. Las formidables aves también transportaban, enroscadas en sus garras, a las serpientes que formaban el séquito de Gustav.

Un potente gruñido, seguido de otros y acompañado por aullidos que iban alternándose, llamó la atención del murciélago Albi. Leopoldo, el jefe de los osos, apareció con varias manadas de osos y lobos por una colina.

El topo Morgan, seguido por un mar de roedores que no paraban de chillar, corría hacia la entrada de la cueva sorteando los helechos y las enredaderas del bosque.

La lechuza Paponatas y el búho Rudolf aparecieron volando sobre las copas de los árboles, acompañados por decenas de pájaros que transportaban entre sus garras a las liebres, ardillas, comadrejas y castores del sur del Gran Bosque.

Cada cuál hizo lo que mejor sabía hacer. Los pájaros carpinteros, las águilas, cigüeñas y los cuervos aporrearon con sus picos las rocas de la entrada para agrietarlas y provocar su ruptura. Los osos y lobos empujaron las grandes piedras con todas sus fuerzas. Las serpientes se colaron entre los huecos de las rocas para moverlas. Las comadrejas, liebres, ardillas, castores, ratones y topos las royeron sin cesar, mientras que los búhos y las lechuzas las golpearon con las afiladas uñas de sus garras, en un intento desesperado por romperlas.

          Los animales lograron mover alguna roca, provocarles pequeñas grietas o fragmentarlas, pero resultó un esfuerzo insuficiente. La entrada de la cueva permaneció obstruida.

          El topo Morgan entró en una de las galerías que había excavado el día anterior para hablar con Cuelli.

          –¡Hum! Tenemos un problema –dijo apesadumbrado–. Hemos usado todos nuestros recursos para quitar las rocas de la entrada y… el esfuerzo ha resultado en vano.

          –Tiene que haber otra solución –opinó el ratón Filippo–. Podemos cavar un túnel y sacar a Cuelli.

          –¿Un túnel? ¡Hum! –el gesto de Morgan era más severo de lo normal–. ¿Sabes cómo tendría que ser de grande ese túnel para que pudiera pasar Cuelli por él? ¿Y cuánto tardaríamos en cavarlo? Eso sin contar con el posible riesgo de tener otro derrumbe en la cueva. El rayo ha causado más destrozos de lo esperado en su estructura.

          El ratón Filippo bajó la cabeza y no respondió.

          –Agradezco de corazón tu interés –dijo Cuelli mirando a Filippo. Luego miró a Morgan–. Ya habéis hecho bastante por mí. Se ve que ha llegado mi hora.

          –¡Hum! No desfallezcas –pidió el topo–. Encontraremos una solución.

          Morgan y Filippo salieron de la cueva por la galería. Una vez en el exterior se reunieron con el oso Leopoldo, el rey serpiente Gustav, el murciélago Albi, el cuco Juancito y la lechuza Paponatas para darles la mala noticia. Todos los animales allí congregados fueron sabedores del fatal destino que le esperaba a Cuelli. Nadie habló. La tristeza inundó sus corazones y no pudieron reprimir las lágrimas.

          Un poderoso relinche proveniente de las montañas rompió el sepulcral silencio. Los animales se volvieron de inmediato para ver quién había relinchado, pero una súbita y blanquecina claridad los cegó momentáneamente. Cuando la luz mitigó, pudieron contemplar absortos la bella figura de un unicornio de pelo blanco como la nieve, crin sedosa, patas fuertes, lomo firme y mirada solemne. En Felizandia habían oído hablar a sus ancestros de aquel unicornio, pero muy pocos lo habían visto. Decían que tenía poderes mágicos y que se llamaba Lilion. Los animales del Gran Bosque fueron postrándose ante Lilion con una sumisa reverencia, en señal de respeto y reconocimiento.

          –Estoy al corriente del problema que os aflige –dijo Lilion con voz poderosa–. Existe una solución para despejar la entrada de la cueva. Sólo necesito que me traigáis tres escamas de la cola del dragón.

          –¡Hum! Contad con ello, mi señor –prometió Morgan, introduciéndose una vez más en la galería que llevaba al interior de la cueva.

          El topo llegó en un tiempo récord a la cámara donde estaba Cuelli y le puso al corriente de lo sucedido. Cogió tres escamas de su cola, salió al exterior y se las ofreció a Lilion. El unicornio se arrancó un pelo de la crin con el hocico y lo colocó en el suelo junto a las tres escamas de Cuelli. Relinchó y habló al mismo tiempo, golpeando repetidamente el suelo con sus patas delanteras.

¡Hiii! Árboles del Gran Bosque,

¡Hiii! Haya, roble, fresno y abedul.

¡Hiii! Fuerzas de la naturaleza,

¡Hiii! Acudid a nuestra luz.

          Bajo los cascos de Lilion, sobre una roca, apareció una esfera luminosa que iba creciendo de intensidad mientras ascendía lentamente. Alcanzó la altura de un oso erguido y salió disparada hacia el Gran Bosque para desintegrarse tras una explosión insonora. Los animales contemplaban absortos la escena.

          Una serie de crujidos enormes, como el que producirían mil piñas secas al aplastarlas, salía de la espesura. Las copas de los árboles se mecían hacia ambos lados. Del Gran Bosque comenzaron a salir árboles enormes que se desplazaban con sus raíces; las habían desenterrado. Algunos tenían las ramas peladas. Otros habían teñido el verde de sus hojas por los colores del otoño. Y el resto, los que menos, mantenían una copa frondosa y verdusca. Los troncos eran rugosos en su mayoría y parecían tener ojos, boca y nariz. A cada paso de las hayas, los castaños, fresnos, pinos y abedules temblaba el suelo. Avanzaron entonando una canción con sus roncas voces:

Guardianes del bosque,

esa es nuestra misión.

Nos hablan los vientos,

vivimos del sol.

La tierra del monte,

nos da de comer.

El agua de lluvia,

sacia nuestra sed.

          –He despertado a Los Guardianes del Gran Bosque –anunció Lilion–. Ellos os ayudarán. Yo debo irme ahora. Liberad al dragón.

          El unicornio ascendió al trote hasta la cima de una colina cercana. Se alzó sobre sus patas traseras, relinchó y desapareció.

Los árboles se acercaron a la entrada de la cueva bajo la atenta mirada de los animales, que iban apartándose para no ser aplastados. Cuando estuvieron frente a la cueva, clavaron sus gruesas raíces en el suelo y fueron cogiendo las grandes rocas con las ramas y apartándolas. Las levantaban con suma facilidad, como si fueran hojas caídas de sus propias copas. La entrada de la cueva quedó despejada en un santiamén.

          Los guardianes del Gran Bosque se adentraron de nuevo en la espesura, perdiéndose con el característico crujido de su madera. El sonido cesó y se disolvieron tras una nueva explosión silenciosa y luminosa.

          Cuelli asomó la cabeza por la entrada de la cueva y salió entre aclamaciones, aplausos y ovaciones de los animales del Gran Bosque. A duras penas pudo contener la emoción. El murciélago Albi se aferró con sus pequeñas alas al largo cuello del dragón. El topo Morgan se atusaba el bigote y pestañeaba en un intento por disimular su emoción. El oso Leopoldo lloraba a moco tendido, sin importarle las apariencias. La lechuza Paponatas y el búho Rudolf aleteaban con fuerza mostrando su alegría. Y Gustav, el rey de las serpientes, balanceaba su cabeza a uno y otro lado en un baile hipnótico.

          En la roca que Lilion había golpeado con sus cascos apareció esculpido un grabado:

La unión hace la fuerza.

Contempla el valor de la amistad.

En la diversidad está la riqueza.

Sobre la mentira prevalece la verdad.

No pierdas la esperanza.

Confía en la solidaridad.

Los animales celebraron la liberación de Cuelli con una gran fiesta en su honor. Degustaron miel de mil flores, piñones, nueces, avellanas, bellotas, frutas del bosque, jarabe de endrinas, bayas, moras, fresas, setas y trufas. Al día siguiente comenzarían las tareas de reconstrucción en la cueva de Albi y Cuelli, pero esa mañana estaban de enhorabuena. Aún quedaba un dragón en Felizandia, un mundo gobernado por los animales, un mundo extraordinario con dos soles, tres lunas, cuatro océanos y ninguna estrella.

Y hasta aquí llega el primer capítulo de Fantasía.

AGRADECIMIENTOS

Por la lectura y corrección de los cuentos (Fantasía):

Elena Fernández Castillejo

Gema Cabanes Antín

Marisa Villanueva Gómez

Ana Hernádez Fernández

Mari Carmen Pastor Gracia

Piluca Emo Barberá

Joseba Koldobika Negre Marcaida

Carlos Adrián Ramia

Por la maquetación del libro Fantasía:

Luis Andrés Holgado

Blas Navarro Mir

Otras ayudas:

Enrique Timón Arnáiz

Ajustes